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Celebramos el cuarto Domingo de Cuaresma. En el itinerario bautismal que realizamos mediante la liturgia de la Palabra, pasamos del agua a la luz. Hoy las lecturas nos hablan de ver y mirar, de vivir en la oscuridad o acercarnos a la luz. De creer y confiar en el señor que merece nuestra adoración.
La primera lectura del libro de Samuel narra la elección y unción de David, hijo menor de Jesé, como rey de Israel. En todo el relato queda clara la libre iniciativa del Señor. Ya había un rey, Saúl que había sido reprobado, había fallado al plan de salvación diseñado por Dios. Samuel, juez, sacerdote y profeta, ha de acudir a Belén porque el Señor había visto entre los hijos de Jesé un rey según su corazón. La lógica tradicional de aquella cultura indicaba que el elegido sería el primogénito, Eliab. Sin embargo, no fue así porque “la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón”. Finalmente, tras pasar los siete hijos ante Samuel, ninguno era el elegido por Dios. Se había fijado en el más pequeño, el pastor y de hermosa presencia. Este fue ungido en medio de sus hermanos.
Que acertada, hoy más que nunca, la apreciación del Señor. Seguimos valorando, mirando e incluso juzgando sólo por las apariencias. Pocas veces miramos el corazón y no acostumbramos a mirar como el Señor nos mira y mira a los demás. Muchos problemas de relación, de amistad, de familia, de convivencia y fraternidad tendrían solución si nos mirásemos como el Señor.
El Evangelio nos narra el largo episodio del ciego de nacimiento en el relato de San Juan. Como en todos estos relatos, varios temas: el juicio, el pecado de padres a hijos, la curación en sábado, la luz y la fe. La escena se desarrolla como si fuera un juicio: los fariseos son los jueces, el ciego es el culpable y sus padres los testigos. Jesús cura a un ciego de nacimiento. El pensamiento tradicional decía que lo era por el pecado de sus padres. Jesús quiere romper con esa idea, cura la ceguera como anticipo o señal de la curación interior. Los fariseos acusan a Jesús de no guardar el sábado y de hacer semejantes signos. La propia murmuración los divide y enfrenta, y acaban pagando al ciego con la expulsión. El ciego lo es físicamente de nacimiento. Los fariseos lo son por no ver, resistirse a ver la verdad de Jesús. Será Jesús quien al final revele su identidad más profunda: es el Hijo del hombre, el Señor. Por ello, el ciego cree en Él y se postra ante Él. Recupera las dos visiones, la física y la interior, la profunda, la que ofrece la luz del Señor. Los fariseos permanecerán en su cerrazón y ceguera.
Dice San Pablo que Cristo es la luz, que caminemos como hijos de la luz. Todos necesitamos poner claridad en la oscuridad de nuestro interior. Sólo la luz de Jesús nos hará mirar con los ojos de Dios. Reflejemos la luz que recibimos, llevemos a otros a la claridad de la luz.
Luis Gurucharri Amostegui