DOMINGO DE PASCUA
Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado.
Con estas palabras se saludaban los primeros cristianos. La resurrección de Cristo supuso para sus discípulos y seguidores algo sorprendente, extraordinario y novedoso. Les rompió su lógica. Ciertamente que pensaban que iba a resucitar, pero al final de los tiempos, no inmediatamente. Habían escuchado que Jesús volvería a la vida al tercer día, pero no entendían que significaba esa expresión en la práctica.
Cuando Jesús fue arrestado, casi todos sus discípulos se dispersaron, dejándolo solo, y cuando las mujeres les anunciaron que Cristo había resucitado no las creyeron, atribuyendo el anuncio a visiones o a una sensibilidad enfermiza; si hubiesen creído en el poder de Dios, para liberar a Cristo del abismo de la muerte, los discípulos hubiesen permanecido unidos en el momento de la Pasión y hubieran dado fe al testimonio de las mujeres.
No se si a nosotros nos costará creer en la resurrección de Cristo. En este punto no se puede dudar. Si Cristo no ha resucitado somos los hombres más desgraciados del mundo, nos dice San Pablo en la primera carta a los Corintios. Si la resurrección de Cristo no es verdad, nada es verdad. Si Cristo no ha resucitado nada tiene sentido y la Esperanza se convierte en una palabra vacía e inútil, y estamos abocados a la nada al vacío a la oscuridad, a la no existencia.
Pero sabemos que Cristo ha resucitado, que este acontecimiento es el fundamento de nuestra fe, que es origen de la Iglesia que es el comienzo de la predicación, que es la razón por la que tantos hombres y mujeres han dado y entregado sus vidas, que es el motivo de nuestra esperanza, alegría de nuestra gozo y de nuestra paz.
Es la fuerza para seguir viviendo, para mirar a la muerte a los ojos y decirle “donde está muerte tu victoria, donde está muerte tu aguijón “. Somos los más dichosos de los hombres. Estamos amenazados de vid. Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado.