El amor no pasa nunca
Esta es una de las frases centrales de la segunda lectura de este Domingo. Tomada de la primera Carta de Pablo a los Corintios en el conocido himno a la caridad, al amor.
De nuevo la liturgia nos regala tres lecturas muy importantes e interesantes para nuestra reflexión, meditación y oración, también para nuestra vida cotidiana como personas creyentes.
El evangelio comienza como acabó el Domingo pasado. Jesús en la sinagoga de Nazaret se ha apropiado de la profecía de Isaías. En Él se cumple lo anunciado por el profeta, es el Ungido por Dios para traer luz, liberación, salvación. Muchos lo admiraban, algunos expresaban su recelo ante esta pretensión. Por ello pone como ejemplo lo que ocurrió en tiempos de Elías y Eliseo. Ellos, allá por el siglo IX antes de Cristo, habían ayudado de parte del Señor a dos extranjeros: a una viuda de Sarepta dándole alimento, y a Naamán el leproso sirio que fue curado de su enfermedad. Esto manifiesta la dimensión universal de la salvación que Jesús revela y manifiesta de parte de Dios. De ahí la reacción negativa de toda la sinagoga, ellos pensaban que Dios les pertenecía y su actuación salvífica también. El Dios de Jesucristo es para todos, toda la humanidad puede y necesita esa plena felicidad que sólo Él puede darnos.
La primera lectura nos narra la vocación de Jeremías. El profeta siente que el Señor lo ha llamado desde el seno materno, elegido y consagrado para una misión. La de hacer valer la voluntad de Dios frente a reyes, príncipes, sacerdotes, gente del campo que impediran al profeta proclamar sus oráculos. Pero el Señor le dará fuerza, como si fuera invencible para que no tenga miedo. A los cristianos del siglo veintiuno nos pasa, en ocasiones, como a Jeremías. Tenemos casi todo en contra: ambiente socio-cultural, grupos, personas, instituciones. Pero ello no ha de hacernos tener miedo. La dificultad de la misión no ha de hacer que perdamos la fe, porque el Señor está de nuestra parte. En la tarea de la evangelización, contamos con la fuerza, el empuje, la ayuda de Dios. De nada sirve el desaliento o quedarse en la complejidad de la misión.
La segunda lectura de San Pablo nos centra en esta misión: la fe, la esperanza, el amor. La más grande es el amor. Los cristianos hemos de ser testigos del amor. Del que Dios nos tiene y regala a cada uno y en comunidad, en fraternidad, en Iglesia. El que hemos de transmitir y contagiar a los demás. Amor sin límites que cree, espera y aguanta. Amor que se manifiesta y refleja en pequeños gestos y compromisos y en las grandes decisiones. Amor que pasa por el servicio y la entrega desinteresada a los hermanos. Amor que no pasa nunca.
Luis Gurucharri Amóstegui