Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Terminamos el año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Concluye así el ciclo C en el que nos hemos acercado a Jesucristo a través del Evangelio de San Lucas. Finaliza además el año de la fe convocado por Benedicto XVI y desarrollado durante el comienzo del pontificado del papa Francisco. Hemos vivido la oportunidad de crecer, renovar y fortalecer nuestra fe, especialmente con el regalo de la encíclica Lumen Fidei.
La solemnidad de este domingo quiere ser como una recapitulación. Todo lo celebrado y vivido ha estado centrado en Jesucristo. Él es el centro de nuestra vida, de las celebraciones, el compromiso, la oración. Nuestra vida cristiana ha de ser cristocéntrica.
La liturgia de la palabra nos presenta en la primera lectura al rey David. Rey idealizado en la literatura del Antiguo Testamento. Reinó siete años en Hebrón y treinta y tres en Jerusalén. Reunió a todas las tribus de Israel que lo aclamaron como su pastor, jefe y rey. Además fue el destinatario de la promesa mesiánica, un descendiente de David sería el Mesías, Ungido, Salvador de todos los pueblos.
El Evangelio de Lucas nos recuerda el momento en el que Jesucristo se nos muestra como verdadero rey, en la cruz. Su trono la cruz, su corona de espinas, su cetro una caña, desnudo, entregando su vida por amor, perdonando incluso a quienes le están torturando y matando. Y justamente en este lugar, en el último momento, Jesús sigue ofreciendo su infinita misericordia, su salvación. El último encuentro de Jesús con sus compañeros de trono, dos bandidos, dos malhechores, dos ladrones. Uno le insulta, rechaza su oferta de salvación, otro le pide participar de su reino. Hasta el momento final, el último instante de su existencia, Jesús se muestra como lo que es, un rey de salvación, de vida, de esperanza. En los dos ladrones está dibujada, representada la humanidad, nosotros. Podemos mofarnos o mostrarnos impasibles ante Jesús, o aceptar su oferta de salvación. El buen ladrón recibió su recompensa, “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Jesús es rey porque ofrece el paraíso de su reino, de la bienaventuranza plena, de la salvación total de cuerpo y alma. Hasta en el momento de la muerte y la cruz, Jesús no deja de construir su reino, sumando, añadiendo personas a su causa, la causa del Padre.
En la Carta de Pablo a los Colosenses encontramos un hermoso y profundo himno cristológico. Probablemente los primeros cristianos lo compusieron y rezaban, cantaban, meditaban en sus celebraciones. San Pablo nos lo ha transmitido. Lo podemos rezar, meditar. Jesucristo es el centro de la creación, el Hijo querido del Padre, la luz, el principio y primogénito de todo, en Él reside toda la plenitud. Y además es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. No se entiende la Iglesia, sin su cabeza que es Cristo. La Iglesia no es nada ni nadie sin Jesucristo.
Demos gracias a Dios en esta gran solemnidad y preguntémonos ¿Es Jesucristo el centro de mi vida? ¿acojo la oferta de salvación y de vida que sigue ofreciéndome? ¿amo y cuido a la Iglesia como el cuerpo de Cristo que es?.
Luis Gurucharri Amóstegui