Resucitó ¡ALELUYA!.
Estas dos palabras marcan el tiempo litúrgico que estamos viviendo, el que estamos celebrando tras el Triduo Pascual. Durante la octava y la cincuentena pascual es importante que permanezcan en nuestra memoria y en nuestro corazón. Sí, Jesucristo ha resucitado y ha transformado toda la historia de la humanidad. Es el acontecimiento que da sentido a nuestra fe, y que colorea nuestra vida de esperanza. Con Cristo resucitado nada hay que temer, ni siquiera a la muerte. La palabra Aleluya es la aclamación de alabanza que gritamos y cantamos, en las celebraciones al Señor, significa literalmente: Alabad a Yavé. Alabanza que incluye un profundo agradecimiento al Señor.
Las lecturas de estos días nos han relatado cómo los evangelistas se empeñaron en poner por escrito un acontecimiento que les sorprendió. Jesús resucitado se apareció a los suyos, el resucitado es el mismo que el crucificado, de ahí la insistencia de mostrar las señales de su pasión y muerte. Resucitado, Jesús se hace presente a los suyos para que continúen su misión.
El evangelio de este segundo Domingo de Pascua, llamado también Domingo de la Divina Misericordia por petición del beato Juan Pablo II, es muy sugerente para nuestra oración y meditación. En la primera parte, la aparición de Jesús resucitado con los dones o regalos de la Pascua: el saludo y don de la paz; el don del Espíritu Santo; y el poder de perdonar o retener los pecados. Los discípulos pasan del miedo y su cerrazón, a la alegría que sólo el Señor puede proporcionar, y a recibir la misión de contiuar la misma misión que Jesús. El Padre ha enviado a Jesús, y ahora, con la fuerza del Espíritu, los discípulos son enviados a prolongar la misma tarea, el mismo proyecto. Qué hermosa la referencia trinitaria en la recepción de la misión que los discípulos y nosotros debemos realizar.
La parte central la ocupa el encuentro del Resucitado con Tomás. María Magdalena, las mujeres, Pedro, Juan, el resto de apóstoles, todos han tenido que hacer un camino de fe personal y único para aceptar al Resucitado. El camino de Tomás es también particular, diferente, necesita tocar para creer, no le basta el anuncio de sus amigos. Y Jesús, en una nueva aparición concede el deseo a Tomás, que finalmente cree sin tocar las manos y el costado de Jesús. Su confesión de fe es plena, auténtica: “Señor mío y Dios mío”, reconoce la divinidad de Jesucristo y su señorío. También la invitación de Jesús a no ser incrédulo, sino creyente. Tomás refleja muchas de nuestras tibiezas y dudas ante la presencia de Jesucristo en nuestra vida. Vivamos con gozo la fe, la Palabra, la Eucaristía dominical son la oportunidad, el mejor regalo para encontrarnos cara a cara con el Señor. Nos sintamos también enviados a continuar en la Iglesia de este siglo veintiuno, la misma misión que recibieron los primeros discípulos. Y sintámonos dichosos, felices, bienaventurados por creer sin ver, pero creer por experimentar, sentir, confiar.
Finalmente los últimos versículos de este texto, se consideran el primer final del cuarto evangelio. Recuerda los signos que Jesús realizó, siete según San Juan, y este definitivo, el de la resurrección, narrados todos ellos y otros que se podrían contar, para suscitar la fe en Jesús Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengamos vida. El evangelio de San Juan es el evangelio de la fe. Pretende que ante Jesús, confiemos plenamente en él. Una fe para la vida, que se traduce en actitudes, compromisos concretos y que la Iglesia continuamente nos invita a revisar y practicar.
Los Hechos de los Apóstoles dicen que los primeros apóstoles hacían muchos signos y prodigios tras la resurrección, ¿cuántos y cuáles hacemos nosotros?.
Luis Gurucharri Amóstegui