Anda, haz tú lo mismo.
Las lecturas que nos regala la liturgia en este domingo decimoquinto del tiempo ordinario nos invitan a la acción, a realizar, a cumplir lo mandado por el Señor. Ya decíamos el domingo pasado que la evangelización no consiste sólo, aun siendo fundamental, en estar con el Señor. Además hay que testimoniar de palabra y obra lo que el Señor nos pide y manda.
Casi al final del libro del Deuteronomio encontramos el texto que leemos en la primera lectura. Moisés en uno de sus discursos finales exhorta al pueblo para que escuche la voz de Dios, guarde sus preceptos y convierta su corazón y su alma al Señor. Toda relación religiosa comienza por la acogida y escucha de la Palabra del Señor, sin ella es imposible cumplir los mandatos de la ley y vivir en constante actitud de conversión. El versículo final del texto recuerda que el mandamiento del Señor está en el corazón y la boca del creyente, sólo necesita ser cumplido. De que nos sirve saber, conocer teóricamente, si no lo llevamos a la práctica. La religión del antiguo Pueblo de Dios tenía ese componente social, ético fundamental.
Desde esta lectura del Antiguo Testamento comprendemos mejor el relato de Lucas en el Evangelio. Es la conocida parábola del buen samaritano. Un texto ejemplar y magistral. Un maestro de la ley se acerca a Jesús y le pregunta para ponerlo a prueba: qué hacer para heredar la vida eterna, para ser feliz toda la vida. Jesús le contesta con otra pregunta, remitiéndole a lo que está escrito en la ley. El maestro de la ley sabe lo mandado perfectamente: amor a Dios y al prójimo como anunciaban el libro del Deuteronomio en el conocido texto del shemá, y lo que pedía el libro del Levítico. El problema del maestro de la ley era que, queriendo justificarse, no comprendía o no quería aceptar quién era su prójimo. Aquí es cuando Jesús cuenta la parábola. Podía haber elegido un discurso teórico, pero cuenta esta parábola llena de sentido y plasticidad. Conocemos cómo este hombre asaltado por los bandidos y abandonado en estado extremo, no recibe el auxilio, la compasión del sacerdote y el levita. Los dos lo ven, dan un rodeo y pasan de largo. Los que oficialmente estaban más preparados, por conocer la ley, hacen lo contrario a esa ley. En cambio un samaritano, un extranjero, alguien tradicionalmente hostil a los judíos hace lo contrario. El evangelista no ahorra verbos que indican toda la acción que realiza en favor del herido: llegó donde estaba, lo vio, le dio lástima, se acercó, vendó las heridas, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a la posada, lo curó. Es decir hizo lo que tenía que hacer con creces, gratuitamente, generosamente, porque incluso dejó dinero por si necesitaba algo más.
Jesús pregunta al maestro de la ley cuál de los tres le parece que fue prójimo del apaleado por los bandidos. El que practicó misericordia, contestó. Jesús finalmente le dice, haz tú lo mismo. El cumplimiento de la ley resumida en el mandato del amor a Dios y al prójimo, está en practicar la misericordia, en ser reflejo del amor misericordioso de Dios. No vale sólo con saber, hay que practicar. Por ello la vida cristiana implica escuchar al Señor, comprender su palabra y llevarla a cabo. No seamos cristianos de boquilla, sino en verdad y con obras.
Luis Gurucharri Amóstegui